1.20.2006

Bajo el escombro

DEMENCIA

El cuarto cada vez parecía más pequeño. Niños, adolescentes llegaban y tomaban un lugar, mirándose, sorprendidos. Primos todos. La abuela entró al final. Su cuerpo redondo como un barril, se paró frente a ellos, tapando la luz de la calle. Sonrió, como sonríen las viejas entristecidas y cerró la puerta. Dejó en una esquina el montón de veladoras que les servirían para resistir la oscuridad de la noche.

La vieja tomó su rosario y comenzó a sobar las cuencas, murmurando frases cortas, repitiendo palabras. Algunos la siguieron, susurrando su propia letanía, otros sólo miraban el orificio al final de la puerta. La luz alcanzaba todavía a tocar algunos mosaicos. A veces se oscurecían por instantes. Alguien pasa, decía uno de ellos, pero no había sonido de pasos, sólo las sombras.

Habían dejado las puertas abiertas, pues el grito de la abuela los había atemorizado tanto que nadie se ocupó de cerrarla.

¿Por qué estamos aquí?, preguntó una voz. Agrúpense más, ordenó la vieja como si con ello calmara la impaciencia de sus nietos.

Se van a robar todo, pensó uno entre tantos, pero no podían hacer enojar a la abuela, era un tesoro, un baúl de sabiduría. Una piedra que había que cuidar.

Afuera había una amenaza, algo extraño, una sombra, un vapor que recorría las almas de las personas, que los confundía, los embaucaba. Hacía tan sólo una semana que había una epidemia de partos. Niños y niños brotaban de las panzas de sus madres. Las calles parecían inundadas de llantos extraños, se confundían con el sonido de los gatos en celo. La abuela temía por sus nietos, debía alejarlos de ese aire malsano que a veces los hacía llegar tarde o perderse entre las sábanas de anónimas desconocidas.

La luz por la rendija se apagó como si fuera un foco fundido. Uno de los jóvenes se adelantó y comenzó a prender las velas. La oscuridad creaba un entorno de muerte y de miedo. El rumor de la abuela los tenía tan entumidos, que no pensaban en otra cosa, más que descansar. Los ojillos alumbrados por las luces inquietas, buscaban dónde acostarse, dónde poner las velas. Se amontonaron unos con otros, dejando siempre un espacio respetable para que la vieja pudiera estar a gusto.

De qué nos escondemos, se escuchó. La abuela roncaba plácidamente, abrazando bajo la palma, la llave que los pudiera conducir a la perdición.

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