1.20.2006

Old tale

EL HOMBRE

15 de febrero de 2000

Del empedrado se desprende un vapor caliente que incomoda a todos los habitantes de esta ciudad. Algunas mujeres se pasean con sus vestidos antiguos, utilizando pelucas que en el Renacimiento fueron muy codiciadas. La tecnología se mantiene a las afueras de esa pequeña ciudad burguesa. No hay jóvenes, sólo adultos, niños, ancianos y caballos. El que ingresa a esta ciudad se siente en un sueño carente de sentido moderno.

Las casas se levantan como gigantes moles dispuestas a combatir contra la brillantez del sol, utilizando sus sombras para ahuyentar a ese que durante siglos a iluminado sus rústicos techos. Cada piedra guarda un lamento, un grito, una carcajada. Todo susurro, todo secreto queda preso en los recovecos de las piedras inquebrantables. El paso de los caballos despierta las calles empedradas.

En un cuarto maloliente de una de aquellas casas sin oídos, lucha un lamento por salir en busca de ayuda. Los gritos quedan atrapados entre los orificios en que habitan los insectos. Unos ojos desorbitados tratan de buscar consuelo en las desnudas e insensibles paredes. Lágrimas escapan de un rostro descompuesto y huesudo, para esconderse entre esa boca desmesuradamente abierta, que trata de gritar un dolor interno, de intestinos que luchan por arrojar un aire fétido. Lucha inútil que termina en comprimirse dentro de sí misma, hasta que explota. Desesperación, sudor, olor insoportable, todo habita en un solo cuerpo y sale de esa boca insolentemente abierta.

Una vela flaca y escurrida busca con su diminuta luz crear la sombra que marcará una historia más en ese cuarto indiferente. Los movimientos incoherentes que expresan el sufrimiento de la boca, hacen más difícil el trabajo de la vela, las paredes y el suelo sólo reciben formas incompletas: una mano que sale de las sábanas a recibir el débil resplandor, se dibuja en las paredes; cada dedo gime, se retuerce. Luego la cara huesuda trata de plasmar su imagen, cuando el dolor se ha desvanecido, la vela trata de abarcarlo todo, pero de nuevo el sufrimiento hace que sólo las piedras reciban una espalda encorvada, donde la espina dorsal trata desesperadamente de salirse para terminar con su dolor.

Por fin, los pies bajan del catre, las manos sujetan un estómago hichado, lleno de un aire que renace, trata de escapar y explota en sí mismo. Los pies se dirigen a la puerta de madera, tratan de vencer al dolor, avanzan dos, tres pasos. Cae todo un cuerpo convulsionado, gimiente, sucio.

Las calles están llenas de personas; los caballos avanzan presumiendo sus crines bien peinadas, resaltan sus elegantes figuras. Los vestidos se arrastran, acarician el piso o se hacen a un lado para dejar pasar algun conocido, a veces se detienen para recibir una acaricia indiscreta. Los sombreros varoniles se alzan para sonreir a los amigos. Todo se vuelve púrpura, el vapor de las calles se desliza entre las piernas y patas de sus transeúntes, humedeciendo esas partes que nadie se atrevería a nombrar.

Sin darse cuenta, algunos pasan a un lado del cuarto de un enfermo. Nadie se detiene para escuchar a través de la puerta, aunque... para qué. Las miradas se cruzan, los pensamientos vagan, pero ninguna mente detiene sus ideas para preguntar por el hombre ausente... sin embargo, sería algo inusual preocuparse por alguien, a pesar de que en el Renacimiento el hombre es el centro del universo y su tendencia es el humanismo; pero de ésta época sólo conservan las pelucas. No hay razón para preocuparse por el ausente. Además, nadie ha escuchado el lamento que llame por ayuda.

El grito sigue encerrado, las manos se agarran del piso, arrastran el cuerpo pesado, chocando el vientre contra las piedras que presionan los gases. Gases que mueren y reencarnan cada segundo, cada vez que alguno explota; el ardor del fenix. El cerebro trata de apaciguar la agonía de algo que está fuera de su alcance; está completamente solo, ninguna idea recurre a su encuentro, toda inteligencia se escapó hace ya algunos días. Las manos se han dado por vencidas, regresan al vientre para detenerlo, para implorarle que no provoque más ardor, más dinamita. La cara, las manos, las piernas se contraen en forma de feto, aprietan fuertemente los intestinos. La garganta se resiste a seguir gritando, el aire que antes emitía sonidos, sólo desprende pudredumbre.

Los intestinos tratan de ensanchar sus paredes velludas, el suplicio del hombre crece. Las nalgas se aprietan contra su voluntad, la última fuerza se conjunta y presiona...

La vela derrama el cebo de su cuerpo; gotea infinitamente, hasta tocar la sangre apestosa emitida por unas nalgas muertas y casi desaparecidas por el esfuerzo...

Bajo el escombro

DEMENCIA

El cuarto cada vez parecía más pequeño. Niños, adolescentes llegaban y tomaban un lugar, mirándose, sorprendidos. Primos todos. La abuela entró al final. Su cuerpo redondo como un barril, se paró frente a ellos, tapando la luz de la calle. Sonrió, como sonríen las viejas entristecidas y cerró la puerta. Dejó en una esquina el montón de veladoras que les servirían para resistir la oscuridad de la noche.

La vieja tomó su rosario y comenzó a sobar las cuencas, murmurando frases cortas, repitiendo palabras. Algunos la siguieron, susurrando su propia letanía, otros sólo miraban el orificio al final de la puerta. La luz alcanzaba todavía a tocar algunos mosaicos. A veces se oscurecían por instantes. Alguien pasa, decía uno de ellos, pero no había sonido de pasos, sólo las sombras.

Habían dejado las puertas abiertas, pues el grito de la abuela los había atemorizado tanto que nadie se ocupó de cerrarla.

¿Por qué estamos aquí?, preguntó una voz. Agrúpense más, ordenó la vieja como si con ello calmara la impaciencia de sus nietos.

Se van a robar todo, pensó uno entre tantos, pero no podían hacer enojar a la abuela, era un tesoro, un baúl de sabiduría. Una piedra que había que cuidar.

Afuera había una amenaza, algo extraño, una sombra, un vapor que recorría las almas de las personas, que los confundía, los embaucaba. Hacía tan sólo una semana que había una epidemia de partos. Niños y niños brotaban de las panzas de sus madres. Las calles parecían inundadas de llantos extraños, se confundían con el sonido de los gatos en celo. La abuela temía por sus nietos, debía alejarlos de ese aire malsano que a veces los hacía llegar tarde o perderse entre las sábanas de anónimas desconocidas.

La luz por la rendija se apagó como si fuera un foco fundido. Uno de los jóvenes se adelantó y comenzó a prender las velas. La oscuridad creaba un entorno de muerte y de miedo. El rumor de la abuela los tenía tan entumidos, que no pensaban en otra cosa, más que descansar. Los ojillos alumbrados por las luces inquietas, buscaban dónde acostarse, dónde poner las velas. Se amontonaron unos con otros, dejando siempre un espacio respetable para que la vieja pudiera estar a gusto.

De qué nos escondemos, se escuchó. La abuela roncaba plácidamente, abrazando bajo la palma, la llave que los pudiera conducir a la perdición.

Cuentos y otras ficciones: Easy Tale

VACUIDAD

La luz traspasaba el orificio horizontal de las persianas, en líneas irregulares que caían transformando las sábanas en agua. Su cuerpo parecía estar sumergido en una alberca, iluminado en pinceladas, ligero, con los brazos apretando la almohada, vibrando imperceptiblemente en cada suspiro suyo. Los otros, los demás, platicaban más allá, lejos de la ventana, en el edificio de enfrente. Es aburrido mirarlos a través del telescopio, con sus caras monótonas, llenos de arrugas que los asemejan; parecen rostros idénticos si se les mira por primera vez. Son mis padres, mis suegros y los amigos de estos últimos. Pero es mejor verlos desde aquí, que estar atrapado entre su palabrería vieja.

Él se mueve, agitando las líneas que se dibujan en las sábanas. Lo veo y tengo ganas de besarlo en la espalda que se asoma desnuda, cubierta de líneas de luz. Pero él sigue fingiendo estar dormido y yo me mantengo siempre junto a la ventana, mirando a los viejos sonreír y seguramente hablan de mi próxima boda y demás tonterías.

Quisiera que abriera los ojos, pero me ha dicho que está cansado de verme. No los hagas tolerar más tu ausencia, susurra con una voz neutra; como si no le importara. Está esperando que yo salga de su apartamento, cruce la calle… Pero no me siento tan seguro, los pies se resisten a siquiera dar vuelta al picaporte. Ha llegado mi prometida. La abrazan, la besan, qué ridículo. Todos esos ancianos rodeándola, con las caras agrietadas, acercándose y extendiendo sus labios resecos, tratando de sentir lo que eran antes de ser lo que ahora son.

Me visto con modorra y lo veo por última vez. Ya vete, insiste, y entiendo que en el fondo le hubiera gustado decir, quédate. Camino hacia él y las líneas de luz alcanzan mi cuerpo. Experimentamos el silencio que sólo puede habitar bajo una alberca. Un murmullo constante llenando los oídos. Estás cubierto de agua, le digo sin ningún propósito de sensibilizarlo a la soledad que trata de imponerme. Estamos cubiertos de agua, repito para mí mismo y esa frase, que en sí no quiere decir nada, me ofrece lo que me hacía falta, como si mis temores hubieran huido por las grietas de luz. Estoy seguro, no volveré. Espero alguna reacción suya. Sin dejar de verlo, comienzo a quitarme lentamente los zapatos, los pantalones, la camisa. En respuesta a su silencio, regreso al telescopio.

Debí llegar hace algunos minutos y ahora están desesperados. Mi prometida mira hacia todas partes y comienza a mover las piernas. Los viejos observan de reojo el reloj de la pared; mi padre se asoma por la ventana, esperando verme por la calle. Ella los aguanta y trata de aparentar dulzura, pero sólo consigue torcer sus labios hacia abajo, en una contracción que delata su incomodidad. Seis viejos y una joven.

La cama tiembla, como un maremoto. Él se ha levantado. No quiero voltear y sólo escucho los ecos mojados de sus pies desnudos golpeando el piso. Se oye un chorro de agua que cae… cae sobre más agua. Dejo de mirar, camino hacia la cama, me acuesto y me hundo en el colchón. Escucho a mis espaldas de nuevo el silencio. La cama se mueve en un oleaje brusco y entonces siento su aliento tibio. Debiste ir, te estarán esperando. Sé que sonríe, aunque prefiero quedarme así, de espaldas a su rostro, inmóvil; mirando las persianas. Las líneas de luz se van desvaneciendo poco a poco, el agua azul y clara que nos cobija, se transforma en una profunda oscuridad.